Al ver esta foto, me vienen a la memoria recuerdos de otros días de verano, cada vez más lejanos, en donde uno no tenía quizás más interés que gozar de la vida inocente a la que teníamos acceso y encontrase con ese lugar que ocupaba un sitio muy importante en nuestras vidas; un lugar al que amábamos y respetábamos, y del que todos, absolutamente todos, conocíamos como algo propio: el Río.
Sólo el acompasado ruido de la corriente que bajaba generosa hacia su destino, simplificaba si cabe más el paisaje de una de aquellas mañanas de verano de mi infancia. Sí, el río, nuestro río, ese que nos miraba de frente y nos sumergía en el fondo de sus frescas aguas en los días preñados de calor. Ése al que acudíamos todos los días y cuidábamos como si fuese nuestro, sin haber oído entonces nada de ecología o valores medioambientales. El río, que conocíamos en todos sus tramos y en todas sus veredas, y al que regalábamos siempre un afán casi histriónico de gratitud veraniega porque…¿qué hubiera sido de nosotros sin ese lugar en los días cansinos y calurosos del verano de nuestra infancia? No proliferaban las piscinas como pasa hoy, a lo sumo alguna balsa de esparto donde ir a bañarnos en medio del monte; ni veraneábamos yendo a pasar un mes a la playa (al menos así sucedía a la mayoría de mis amigos y a mí mismo).
Sólo el verdor y frescor de las aguas de nuestro río eran las estancias doradas de nuestros veranos. Y en ellas todos éramos iguales porque nunca fue tan socializado un lugar como aquel. Ricos (los menos) y pobres, de clase media y de clase obrera, a todos nos acogía y a todos nos igualaba. Y en esa república, donde una de sus cabezas era mi Tío Romeo, nos sentíamos felices, seguros y más cerca de la naturaleza que nunca hemos estado. Subíamos río arriba por caminos de piedra y tierra, teniendo como sombra a los árboles cargados de melocotones maruja o gerónimo y a algún álamo. Nos tirábamos desde aquellos altos lugares para bajar nadando y dejándose llevar por la corriente, hasta algún lugar en los que descansábamos, en un recodo o una vereda, para después volver a bajar o ya subir al lugar de procedencia. Metíamos la botella de agua en el río, atada con una cuerda a una rama o árbol de la orilla para que permaneciera fresca, utilizando su helado corazón como cámara frigorífica. Comíamos, siempre con prudencia, algunos de los excelentes frutos de sus riberas para engañar al hambre. Jugábamos algún partidillo de futbol en sus márgenes para pasar el tiempo, divertirnos y hacer ganas de volver a meterse en la corriente de sus aguas. Y cuando se hacía la hora de la comida, subíamos sin secarnos para mantener lo máximo posible el frescor en nuestros cuerpos mientras ascendíamos las cuestas que nos llevaban a nuestras casas.
Así se lo cuento a mis hijos y ellos me ven que lo hago con entusiasmo, pero seguro que no soy capaz de transmitir los verdaderos sentimientos, olores, matices y añoranzas de aquellos veranos donde, los chicos de mi pueblo, visitábamos a nuestro mejor y más amable amigo, nuestro Río.
4 comentarios:
Tienes razón Ángel y probablemente la foto esté tomada en "los álamos" que es por donde siempre estaba tu tío Romeo, por cierto. Y por donde yo siempre lo veía.
Y me has hecho recordar "El remanso". "la presa", "las estacas", "el arenal", "las zarzas", la verea Puncha"...
Y también me has hecho recordar a tu tía Solita que fue la que orientó mis primeros lecturas con los hermanos Andersen y Grimm, y más tarde con Guillermo Brown, con los que pasaba las tardes estivales de siesta y lectura antes de salir a la Plaza de España o al solar de doña Adela, a jugar al "ajoporro" o la "taberna moderna"
!Dios, cómo pasa el tiempo!. Dentro de nada cumplo los 50.
Pero es que, además, estábamos en la calle, podíamos beber agua de la acequia, coger una fruta directamente del árbol, no nos refriábamos casi nunca... Y, si nos ponoemos a pensarlo bien, amigo Ángel, fue hace apenas un brevísimo espacio de tiempo, es como si hubiese sido ayer.
La cólera de Nébulos
Yo era de la verea del pájaro, que está un "poquico" más abajo de la verea puncha y del peñón.Así que subíamos con las recamaras hasta la presa y por el camino robábamos ciruelas,peras.Luego bajábamos río abajo, unas veces parábamos en las estacas y otras en el arenal, pero parada fija en las zarzas para tirarnos de cabeza.Seguíamos hacía mas abajo de nuestro punto de salida, ya que esto desembocaba en agua de los caracoles que está en una curva "poquico" antes de meternos en el Menjú para así a la vuelta pasar otra vez por el avituallamiento.
A lo mejor es q los recuerdos de la infancia, por alguna razón desconocida, se vuelven mas dulces con el paso del tiempo, y se tamizan de colores suaves y se llenan de fragancias casi olvidadas.
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